Okupas (1 de 3)

Mariano Moya

 

Día 1: ¡Hay un okupa en mi casa!

 

Parecerá extraño, pero el efecto que me produce el confinamiento decretado por las autoridades es el aumento de la curiosidad, casi tan exponencial como el del número de casos oficiales de COVID-19.

     Fieles a la cita, las ondas a las que encomiendo cada mañana la tarea de despertarme han llegado diciendo que nuestro rey, Felipe VI, ha renunciado a la herencia que pudiera corresponderle de su padre. Sin haber recuperado la plena consciencia, entre las brumas propias del instante, mi mente caprichosa se posa en la reina de los ingleses, Elizabeth II,-tal vez las ondas vuelven con el brexit o lo que sea, propio de aquellas tierras- y elucubra sobre si también ella renunciaría a la herencia de su madre, Elizabeth I de Inglaterra. Me despierto súbitamente, sobresaltado por el error, propio de película de serie B: no son madre e hija, media entre sus nacimientos casi 400 años y varias dinastías. Pero como Curiosidad espolea, espoleo yo a Google. Y, como siempre, encuentro lo que no buscaba, resulta que un prestigioso jurista de la época de Elisabeth I, llamado Sir Edward Coke, dejó dicho en 1604 que “The house of every one is to him as his Castle and Fortess” que, años después, una de mis profesoras, hablando de la inviolabilidad del domicilio, resumió en un “mi casa es mi castillo” y que yo guardé oportunamente entre mis entretelas.

      En aquel momento entendí la importancia antropológica que supone para el ser humano  tener un hogar, un refugio, un espacio de intimidad donde nadie tiene acceso, el único sitio en el que un ser social puede ser uno mismo, sin ambages, sin tapujos, sin maquillajes, sin máscaras, ni ropajes.

      Y, siendo frecuente entre nosotros su uso compartido, el santuario quedaría devaluado si no fuera por las tretas que nos permiten recuperar momentos o espacios idóneos, y así, unos nos hacemos noctámbulos y nos encomendamos al manto de la noche que se habita en silencio individual, otros madrugamos tanto que sorprendemos al planeta en pleno movimiento de rotación sin haber culminado su propósito, o dedicamos nuestros oídos en exclusiva a Bruce Springsteen, que acude sobre notas limpias de piano susurrando su Prove it all night... En fin, lo que sea por tener un momento en nuestro Castle particular.

      Pues resulta que hoy he encontrado mi Castillo okupado.

      Nada más levantarme, un tipo en el aseo. Me ha tocado esperar.

      Luego me he sentido observado mientras me vestía. En el colmo de mis desgracias  el okupa ha opinado que el vestuario elegido no estaba bien conjuntado.

      A continuación, el desayuno, -que normalmente transito solitario, mecido por ondas nuevas, recientes-, con compañía. Resulta que el okupa tiene las mismas preferencias que yo, té con leche y tostadas. No se le ha ocurrido mover el dial, hasta ahí podíamos llegar.

      Contrariado, he completado las rutinas matinales previas a la salida para el lugar de trabajo pero claro, me he tenido que quedar y he comenzado a trabajar allí mismo, confinado con el okupa.

      A estas alturas ya habrás comprendido lo que sucede.

     Así es, el okupa soy yo.

      De tanto estar dentro, de estar siempre dentro, he okupado mi casa, me he desahuciado de mi castillo.

 

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